The Irishman, o la suma de todas las obsesiones

Fuimos a Nueva York para ver, en exclusiva y antes que algún otro medio nacional, la nueva película de Martin Scorsese: The Irishman.

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“Yo soy las películas que hago […] si no es personal, no puedo levantarme de la cama para hacerlas”. Las palabras son de Martin Scorsese, y si alguna vez se han preguntado por qué su cine parece tan íntimo, tan cercano y con tanto conocimiento de causa, he ahí la respuesta. Todo, absolutamente todo, es personal.

Martin Scorsese filma sobre lo que conoce. De niño -asmático y enfermizo- miraba por la ventana de su casa a los gángsters de Little Italy, en su natal Nueva York y por eso los describe con tal cercanía. En su adolescencia quiso ser cura, y aunque fracasó en el intento, Scorsese aprendió de los procesos de culpa, de traición y redención que ahora inundan su cine. De adulto tuvo un periodo oscuro de drogas y por ello sabe perfectamente cómo es un viaje de quaaludes.

Scorsese es un director con ideas, con estilo, con músculo técnico, pero lo más importante, es un director que tiene mucha calle, y es justo eso, la calle, lo que lo desmarca de cualquier otro cineasta.

El reencuentro

Todos estos elementos se mezclan de manera virtuosa en The Irishman. Nacida a partir del deseo de volver a filmar con De Niro (con quien no lo hacía desde Casino en 1995), la búsqueda de un material digno de filmar tomó más de una década y terminó cuando el actor, consciente del inexorable paso del tiempo, le propuso a su amigo “revisitar aquel mundo en el cual nos sentimos tan confortables”. El mundo de la mafia.

Así es como llegan a The Irishman, adaptación a cine de Steve Zaillian al libro I Heard You Paint Houses escrito por Charles Brandt, donde se narra la vida de Frank Sheeran – el “Irishman” del título, interpretado por Robert De Niro- un hombre que luego de pelear en la Segunda Guerra Mundial, entra a la mafia trabajando para un capo local (Joe Pesci) quien eventualmente lo conectará con el famoso líder sindical Jimmy Hoffa (Al Pacino).

Sheeran, a diferencia del Henry Hill de Ray Liotta en Goodfellas, no entra a la mafia por admiración, sino por necesidad. “De repente tuve hijos, los gastos se incrementaron y algo tenía que hacer”.

El político: otra estirpe de mafiosos

Narrada a partir de una serie de flashbacks intercalados, estamos frente a un meticuloso estudio de personaje que a su vez es también la historia de Estados Unidos en un recuento de asesinatos y traiciones que van desde la elección de John F. Kennedy hasta la invasión en Bahía de Cochinos en Cuba y el posterior magnicidio.

Pero aunque estos elementos están en la película, a Scorsese le importa más describir el alma y los sentimientos de estos personajes que pertenecen a una nueva estirpe de la cual el director no había hablado hasta ahora: los políticos. En ellos reconoceremos muchas de las características que vimos en Goodfellas pero agregando un par más: el uso sistemático del eufemismo como forma de comunicación y autoengaño (“He escuchado que pintas casas” para no decir: sé que eres un matón a sueldo) y el poder como la droga que nubla irremediablemente todo entendimiento.

La película inicia en terrenos conocidos: el soundtrack perfecto, la descripción exacta de las formas y los modos de la mafia y varios momentos de mucho humor. Pero poco a poco, el filme se va despojando de capas, revelando las verdaderas intenciones de Scorsese.

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Un estudio sobre la culpa

Esta, como muchas de sus cintas, es todo un estudio sobre la culpa. Si en Goodfellas el peor infierno para Henry Hill (Ray Liotta) era convertirse en un hombre común que tenía que hacer fila como todos nosotros para entrar a un restaurante, en The Irishman la vida de la mafia sólo parece tener dos salidas: o la muerte abrupta, absurda, que llega como ladrón en la noche, o la dolorosa soledad absoluta.

En varios momentos, la película hace una pausa para, mediante un letrero, informarnos la forma en como tal o cual personaje, morirá, ya sea asesinado afuera de su casa, al ir a comprar cigarros, o mediante un coche bomba. Nadie se salva. En esta vida, la mejor versión de la muerte es también la más extraña: por enfermedad.

Scorsese se empeña en mostrar -y se toma su tiempo para ello- el lento e inevitable proceso de decadencia de la vida en la mafia. Nos engaña, inicia con el ritmo rápido de Goodfellas y lentamente se va despojando de elementos hasta quedar prácticamente en Silencio (2016): no hay más música, no hay más planos secuencia, sólo De Niro soportando el peso de la culpa, del tiempo y la soledad.

Menos Soprano y más Mad Men

The Irishman no parece abrevar de Los Soprano (serie que Scorsese ha dicho que sólo vio un capítulo) pero sí de Mad Men (del mismo creador y showrunner, Matthew Weiner). Durante todo el relato, la hija Frank observa con recelo a su padre. Siempre en silencio pero con una mirada de reprobación absoluta.

La niña (interpretada Lucy Gallina) -que no soporta al personaje de Joe Pesci, pero que cae rendida ante la personalidad magnética del Hoffa de Pacino- será la presencia constante y silenciosa que nos recordará que siempre hay alguien más que paga el precio, que los hijos sí pagan los pecados de los padres.

Ya de adulta, la mujer es interpretada por Anna Paquin, quien con sólo la mirada, y una sola línea de diálogo, desmarca a esta película de las anteriores de Scorsese.

Una especie de despedida

Scorsese seguirá trabajando (de hecho ya está confirmada la filmación de su siguiente cinta, con De Niro y DiCaprio), pero es inevitable con The Irishman sentir un dejo de despedida. Porque esta película es también la reunión de un grupo de amigos, de capos del cine, de auténticos monstruos que forjaron la definición de lo que es un buen director, una gran actuación y una gran película.

Emociona verlos a todos juntos: la mítica elegancia de Harvey Keitel, el desenfreno (hasta eso contenido) de Al Pacino, la asombrosa transformación de Joe Pesci en un hombre taciturno y hasta tierno (sin perder nunca autoridad y rudeza) y al frente un Robert De Niro del cual por un momento pensamos que no abandonaría las comedias bobas y que regresa para recordarnos por qué es una leyenda.

Scorsese no juega con la nostalgia, pero el gozo de verlos juntos de nueva cuenta es tal, que de repente te percatas que esta será la última vez, la última reunión de estos capos en una película.

The Irishman es una obra mayor, su trabajo más completo, más libre, probablemente el más apasionado, la suma de todas sus obsesiones y sí, su cinta más personal, aunque como dije al principio, con Scorsese siempre es personal.