The French Dispatch: sin neutralidad periodística, por favor

The French Dispatch

Dice la periodista Alma Guillermoprieto que todos los periodistas de América, lo cual incluye, desde luego, a nuestra América latina, crecieron queriendo escribir en The New Yorker. Cuenta que de niña iba a la biblioteca Benjamin Franklin de la embajada estadounidense en la Ciudad de México y se perdía en las páginas de esa revista que contaba maravillas de un mundo al que ella quería pertenecer.

Yo no iré tan lejos. La verdad es que creo que los periodistas mexicanos somos medio provincianos y nos gusta decir que nos inspiró Proceso o Contenido. A mí me inspiró el Selecciones, para qué no decir la verdad. Pero esto es cierto: una vez que cae el ojo en The New Yorker uno ya no la suelta. Es una revista seductora, deliciosa. La ventana de un balcón que da a una calle citadina llena de encanto.

Así como hay revistas que crean periodistas, hay películas que crean contadores de historias. He aquí una cinta que crea lectores: The French Dispatch, de Wes Anderson 

Homenaje al New Yorker

Anderson seguramente se siente tan en deuda con The New Yorker como esos muchos periodistas americanos a los que se refiere Guillermoprieto. The French Dispatch (La crónica francesa en la traducción mexicana, una de las pocas veces que los traductores hacen un buen trabajo) es un homenaje lleno de sinceridad a The New Yorker y ese mundo anhelado con el que soñaren los fantasiosos.

The French Dispatch es, como suelen ser las cintas de Anderson, un filigrana primorosa, no solo visualmente, también narrativamente. Dividida en tres historias, Dispatch va de una publicación estadounidense que se produce en la ciudad de Ennui, Francia (capten el chiste pedante) y llega a un pueblecito de Kansas desde donde parte al mundo entero. El Dispatch -nos informa la voz narrativa- llega cada semana a más de 500 mil personas en todo el mundo, llevando sofisticación, ideas profundas e historias simplemente divertidas a personas cuya vida ordinaria es más deleitable gracias a sus páginas.

Bill Murray protagoniza (es un decir, el reparto es tan amplio que es difícil darle la vara de mando a un solo actor) como Arthur Howitzer Jr., el editor en jefe de la revista. Su consejo para sus escritores: “Que suene como si lo hubieras hecho a propósito”. The French Dispatch, la revista, comenzó en unas vacaciones que se alargaron y se convirtieron en su vida como periodista expatriado de Howitzer—¿Qué tienen los gringos con Francia? Desde principios del siglo XX han intentado conquistarla y los conquistados son ellos. Y Francia, en especial París, se mantiene con la nariz alzada cada vez que habla de América: para no sentir la pestilencia, se entiende.

Viajes visuales

En Dispatch los artículos de la revista se convierten, con la excelente mano de Anderson, en viajes visuales a universos que existen solo en las canciones de Cole Porter. Moses Rosenthaler, un artista que existe solo entre las paredes de un asilo de enfermos psiquiátricos (Benicio del Toro hilarante) cuya historia es narrada por la señorita Berensen (Tilda Swinton es perfecta para evocar el aire sofisticado de una crítica de arte). Contada en blanco y negro, la cámara se abre cuando aparece el tótem femenino de la desnudez de Léa Seydoux como Simone, quien dobletea como guardia del manicomio y musa de Rosenthaler. 

La segunda historia es la mejor lograda de la trilogía que conforma la cinta. Lucinda Krementz (Frances McDormand nunca falla) narra la crónica de un levantamiento de estudiantes. En algún momento Krementz dice que ha de mantenerse siempre la neutralidad periodística. Y la historia es la demostración de que ella, ni ningún cronista logrado, nunca es neutral. Krementz también cae bajo el encanto de los hechos: Zefirelli (nos hemos pasado los últimos años viendo a Timothée Chalamet convertirse en el Leonardo Dicaprio de la generación centennial. Esta es una de sus mejores actuaciones), el líder de la revuelta estudiantil de quien Krementz se enamora un poquito (¿se puede enamorarse un poquito? Al diablo la neutralidad periodística). Krementz narra su crónica como quien se desangra sobre la página. Sin desangrarse. Suena como si lo hubieras hecho a propósito. Sí.

La tercera historia es la más andersoniana. Una historia de secuestro, deleite culinario y un perfil inacabado de un chef de leyenda. El gran Jeffrey Wright interpreta a Roebuck Wright, quien tiene memoria tipográfica: puede recordar y recitar cada palabra que ha escrito. Con actuaciones de “parpadeas y te lo pierdes” de Saoirse Ronan, Edward Norton y Willem Dafoe, el relato es divertido, pero superficial: tan de The New Yorker.

Un canto al periodismo

The French Dispatch debe verse en el cine. Un macrorompecabezas, un libro interactivo, una maqueta mecánica hecha solo con madera. Sí, es verdad que Anderson ha encarnado el cine hipster, de ese que parece hecho solo para los cinéfilos de Chelsea (el Roma-Condesa de Nueva York), pero vean esta película: es un canto al periodismo y a ese modo que tiene de contarnos las historias que no sabíamos que nos interesaban. Sin neutralidad periodística, por favor.

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