
Si alguien entiende el cine de superhéroes, es James Gunn.
Cuando Scorsese sentenció que las películas basadas en cómics no son cine, sino un parque de diversiones, legiones de fans ofendidos ondearon con furia las banderas de Nolan, Burton, el Joker de Phillips y —válganos el cielo— las pifias de Snyder.
James Gunn, en cambio, no se molestó. Se puso el overol, agarró el martillo… y comenzó a construir montañas rusas espectaculares.
Le dieron cascajo: los personajes menos populares y más raros de Marvel. Un aventurero espacial sin poderes, un mapache parlanchín, un árbol monosílabo, una mujer verde y un señor gris. Y con eso armó Guardianes de la Galaxia, una joya que no solo fue divertida, sino que nos hizo encariñarnos con personajes que antes no le importaban ni a sus creadores.
Nada de oscuridad, nada de pretensión. Gunn no estaba filmando El Padrino IV, y lo sabía. Sus personajes debían ser humanos: reír, llorar, extrañar, perder. Música para consentir la nostalgia. Una historia sencilla: de A a B, sin más pretensión que entretener… y hacer buen dinero.
Repitió la fórmula con precisión quirúrgica en cada entrega para Marvel. Los Guardianes pasaron de ser un chiste cósmico a piezas clave en la gran epopeya de la franquicia. Cuando cerró la primera parte de Infinity War, ya no eran un cameo simpático: eran esenciales.
DC, viendo su casa arder después del experimento pretencioso (e insostenible) de Zack Snyder —[que no se enoje su culto, por favor]—, hizo lo más sensato: darle las llaves del parque a Gunn.
Si con personajes de tercera construyó una franquicia millonaria, ¿qué no haría si le daban a Superman? Spoiler: construiría una montaña rusa con loopings, efectos especiales, corazón y mucha diversión.
Y entonces llegó el tráiler.
Muchos pensamos que esa escena, con Superman apaleado y congelado en el Ártico, llamando a su perro, era una escena climática. ¡No! Era la primera escena. Gunn no venía a repetir la historia del niño kriptoniano que escapa de un planeta a punto de morir. Ya la conocemos. Ya la vimos. Ya basta de Luisa Lane descubriendo al torpe de Clark. Gunn parte de otra idea: que ya sabemos el cuento… y que podemos empezar desde otro lado.
Nos presenta a un Superman más man que super. Un tipo que siente, que duda, que ama, que tiene perro. Y sí: ¡un perro! ¿Cómo nadie pensó antes en darle protagonismo a un lomito en una película de superhéroes? ¡Diablos! A todos nos gusta ver perritos. ¡Si sobre eso descansa la saga de John Wick! Gunn nos lo pone como héroe secundario.
¿Y si tú tuvieras los poderes de Superman, no irías a detener el conflicto Israel-Palestina? Yo también. Entonces, ¿por qué él no? ¿Y por qué, con tantos actores brillantes que han sido Lex Luthor, nunca tuvimos uno a la altura de los Jokers? Gunn entendió: no se trata solo del héroe. Se necesita un villano a su nivel: Nicholas Hoult lo hace de maravilla. Al fin un Luthor poderoso, loco, ingenioso, psicópata, temible.
Humor, inteligencia, humanidad
Superman no es Taxi Driver, ni 2001: Odisea del Espacio, ni mucho menos El Padrino. Ni siquiera es Joker. Pero eso está bien. Es una historia que va de A a B con claridad, sin pretensiones, con humor, con inteligencia, con humanidad. Gunn se sacude la necedad oscura de Snyder y nos devuelve al Superman de los cómics: el que salva al mundo y se preocupa por que no muera nadie mientras lo hace. Incluso si pelea contra un Godzilla con cara de Gizmo en medio de Metrópolis.
Esas sutilezas —la luz, la risa, la emoción, el respeto por el personaje— son las que prometen revivir a DC justo cuando Marvel lleva un rato en caída libre sin red de seguridad. Le han puesto la vara altísima a los Cuatro Fantásticos.
Veamos si la alcanzan.