Selena y los Dinos: la verdad que ninguna película pudo tocar

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Creo que, en términos generales, existe un consenso de que el documental Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero (Netflix, 2025) es una joya. Y no una joya cualquiera, sino de las que brillan sin diamantes robados: brilla porque abre la puerta al archivo íntimo de JuanGa. Fotos caseras con estética Kodak, grabaciones inéditas que solo conocían él y los suyos, y un retrato sin amarillismo —lo cual ya es, de por sí, un milagro de postproducción— donde lo vemos tal cual: luminoso en el escenario, vulnerable en la soledad, y siempre profundamente humano.

Y el documental, además, tuvo la decencia de esquivar la obviedad morbosa que tantos hubieran querido para hacer “tendencia”. No: prefirió mostrarnos al Juan Gabriel hombre, creador, mito viviente sin la necesidad de convertirlo en chisme gay. Incluso nos permite revisitar esa idea clasista del famoso “repele”, el desprecio a su lentejuela no “por jotas, sino por nacas”, esa frase que resume perfecto las resistencias de cierta élite intelectual que veía en Bellas Artes un templo y en JuanGabriel un intruso… hasta que él les demostró que lo popular también es arte, y del más profundo.

Pues por si ese documental no fuera suficiente regalo emocional, esta semana Netflix lanzó —con menos escándalo mediático, pero quizá con más sustancia— la bellísima película documental Selena y los Dinos (Netflix, 2025).

Y aquí es donde confieso públicamente lo que muchos piensan en privado: Jennifer López (con acento y todo, para que arda) le debe el salto cuántico de su carrera a la muerte prematura de Selena. Y a que la eligieran para interpretarla, claro. Selena (1997) no es una mala película; al contrario, nos dejó momentos memorables. ¿O acaso alguien ha olvidado la escena “Pretty Woman versión Tejana” en la que JLo-Selena pone en su lugar a las vendedoras sangronas del mall angelino justo antes de recibir su Grammy? Esa escena la vimos, la celebramos y deseamos aplicar algo así si alguien nos dijera “no creo que eso le quede”.

MAGIA EN VHS. UN TESORO ANALÓGICO.

Pero basta ver el documental recién estrenado por Netflix para que todo el tinglado hollywoodense se caiga solito. Porque cuando aparece ese tesoro de videos caseros —esa eternidad granulada de VHS que la familia Quintanilla grabó obsesivamente, desde la infancia de Selena hasta sus últimos días— ocurre algo parecido a lo que pasó con el documental de Juan Gabriel: la historia deja de ser contada sobre ella y comienza a contarse desde ella.

A través de esas imágenes, de su propia voz, y de las entrevistas con su familia y los integrantes de Los Dinos, la narrativa se reconstruye en primera persona. Sí, es la misma historia que vimos en la película de 1997… pero no. Porque ahora la autenticidad duele. Ver los rostros reales, las batallas reales, la pobreza real y el ascenso real es como ver la película, pero con el volumen emocional subido al máximo.

La película era una recreación; esto es una revelación.

Ahí está Selena niña, ignorando —como todas las niñas deberían poder ignorar— que su vida corre con una cuenta regresiva invisible. Haciendo planes, soñando en voz alta, viviendo en lo que solo puedo describir como una “cárcel-secta familiar”: obsesionada con triunfar, con convertir cada canción en un boleto hacia esa promesa de éxito que Abraham Quintanilla convirtió en dogma. Su mundo entero reducido a un camión, a escenarios improvisados, y a un mandato que nunca pidió.

Esa lectura no te la da el documental explícitamente. No hay narrador que lo subraye. Pero tú lo ves. Porque sabes lo que viene. Porque el corazón ya conoce el spoiler.

Y aun así, acompañas a esa familia desde sus primeros fracasos restauranteros —ése que quebró antes de vender suficiente brisket— hasta los días en que Selena, todavía casi una niña, frente a las luces que apenas empezaban a encandilarla, confiesa con la inocencia más pura del mundo que su sueño era “comprarse un Mercedes Benz, aunque tenga que vivir en él”.

Es imposible no reír y dolerse al mismo tiempo.

Ahí está el encanto. Ahí está el golpe.

NO ME QUEDA MÁS…

Un padre mira a sus hijos cantar —dos, tres voces torpes pero llenas de brillo— y tiene una epifanía digna de carretera texana: “Aquí están mis Jackson Five mexicoamericanos”. Y entonces empieza la maquinaria. Porque si algo tuvo Abraham Quintanilla fue una certeza casi religiosa: sus hijos iban a triunfar… les gustara o no.

Ahí aparece AB Quintanilla, niño, con un corazón que soñaba con Van Halen y una guitarra que sonaba a responsabilidad heredada. Lo ves, en el documental, pasando de tocar por obligación a convertirse —casi sin que él mismo lo note— en un genio musical. Porque eso es: un compositor extraordinario. Un tipo que entendió antes que nadie que al Tex-Mex podía enjaretarle funk, que la cumbia podía volverse moderna, sedosa, irresistible.

Y verlo en VHS crecer de “hijo regañado que estudia escalas” a “productor que define una era” es de esas cosas que solo la vida, cuando se pone cinematográfica, puede regalar.

Si aquí hubiera justicia poética, AB estaría en la misma mesa que los grandes. Y el documental lo deja clarísimo sin decirlo explícito.

Y luego está ella.
Selena.

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El documental te permite verla evolucionar como si la cámara hubiera sido un testigo enamorado: la niña tímida con una voz bonita se convierte en una artista que no cabe en sí misma. Una mujer con un rango vocal que te sobrecoge, con la presencia escénica de quien nació para mandar en el escenario, para ser reina, para gozar y hacer gozar.

A los veinticuatro años tenía el mundo a sus pies. Y —esto es lo triste— ni ella lo sabía del todo.

Y como con el documental de JuanGa, aquí no hay amarillismos ni morbo. No alimenta esa maquinaria oscura que busca convertir tragedias en carnada. La muerte está ahí, como sombra conocida, pero no se le abre la puerta. Este documental está hecho para celebrar su vida, no para regodearse en su nuerte.

Selena se fue demasiado pronto, dejando un vacío que, con el tiempo, llenaron Shakira, y luego otras y otros, cada cual con su estilo, en algún momento llegó el reguetón, el “despacito” que se volvió pandemia, y el Benito coronado en la cima del pop global.

Pero si algo deja clarísimo este documental —sin discursos, sin fanfarrias, sólo con verdad e imágenes— es que el picaporte del crossover, el primer giro decisivo, el golpecito que abrió la puerta gigante de la música latina en Estados Unidos… lo dio ella.

A golpe de disciplina, talento, trabajo sin descanso, alegría genuina, una figura icónica y una voz que todavía hoy hace temblar el aire. Que siga sonando Selena.