Materialists: cuando el amor se monetiza

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El amor no es una emoción. Es una estrategia de supervivencia.

Después de Past Lives, uno podría haber supuesto que Celine Song seguiría explorando amores perdidos, casualidades cósmicas y silencios que duelen bonito. Pero no. Materialists es otra cosa. Una película más filosa, más cerebral y mucho menos interesada en la nostalgia. Aquí no hay la nostalgia de las vidas pasadas. Lo que hay es capital simbólico, emocional y financiero, en constante circulación.

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Materialists sigue a Lucy Mason (Dakota Johnson), una mujer que habita la ciudad de Nueva York que básicamente se dedica a ser un Tinder de la vida real para los millonarios de la isla: trabaja para una compañía de citas que te asegura te encontrará al amor de tu vida. Siempre está en búsqueda de lo que ellas llaman el unicornio: ese hombre perfecto, adienrado, inteligente y definitivamente de buena estatura que pueda ser el candidato ideal para las solteras newoyorkinas.

Como es de esperarse, Lucy está soltera, por lo que cuando Harry Castillo (Pedro Pascal), uno de los hombres solteros más codiciados de Nueva York se le acerca en la boda de una de sus clientas, su primer instinto es ofrecerle sus servicios. ¿Y qué es lo que les ofrece a sus clientas? En primera instancia pareciera que el amor. Pero ella no busca amor. Busca estabilidad, seguridad, posicionamiento. En ese sentido, la película no plantea un conflicto moral sino una lógica funcional: en un mundo donde todo se convierte en mercancía, ¿por qué el afecto sería la excepción?

Song filma esta historia como si cada encuadre fuera una vitrina. Todo es limpio, ordenado, perfectamente iluminado. Pero lo que brilla no es calidez: es superficie. La puesta en escena refuerza esa idea de relaciones como escenografía. De vínculos que se aparentan más de lo que se viven.

Dakota Johnson se despoja de toda efusividad. Su Lucy es fría, elegante, fascinante. Un personaje que observa más de lo que actúa, pero que siempre está en control. Incluso en su vulnerabilidad. Y aunque a ratos parezca inaccesible, hay algo profundamente revelador en verla jugar este juego sin pedir perdón por las reglas. Los hombres que la rodean —banqueros, artistas, figuras exitosas— no son villanos. Son funcionales. No representan una amenaza, sino una oportunidad. Cada relación es una alianza temporal, un contrato tácito. No hay drama, solo términos y condiciones.

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Claro, hasta que aparece el ex que nunca pudiste olvidar. John Finch (Chris Evans) es el típico chavo (y ya no tan chavo) que se mudó a Nueva York para alcanzar su sueño de ser actor pero fracasó en el intento. En su momento el amor era suficiente para ambos, pero poco a poco la realidad y las prioridades entre John y Lucy fueron cambiando hasta que decidieron separarse. Y, situados en el ahora, Lucy divaga entre la estabilidad que alguien como Harry le da, y el amor incondicional que John le proporciona.

Lo más provocador de Materialists es que nunca se disculpa por su tesis: el amor no es un sentimiento puro, sino una estructura de poder. Lo sabíamos, claro. Pero Song lo retrata con una precisión tan elegante que incomoda más que cualquier discurso.

Esta no es una película para enamorarse. Es para observarse. Para hacerse preguntas que quizás no quieras contestar: ¿Qué buscas cuando dices que buscas amor? ¿Qué das cuando te ofreces? ¿Y cuánto de ti estás dispuesta a negociar para pertenecer?

Celine Song no repite fórmula, la entierra. Y desde ahí, filma algo mucho más perturbador: un mundo donde el deseo no se siente, se monetiza. Donde el afecto no se entrega, se cotiza. Pero al final, incluso en un mundo donde todo se cotiza… ¿sigue siendo posible el amor?